Emilia Elizabeth Fairbrook Sheppherd Sunderland Wingates

Emilia Elizabeth Fairbrook Sheppherd Sunderland Wingates era la hija única del barón Albert Frederick Sunderland y la condesa Alexandra Victoria Wingates. Aunque el título nobiliario de su padre era alto, no su familia no ocupaba un rango importante dentro de la monarquía. Aun así, Emily tiene sangre noble. Nació en Gales en 1921. Como hija única de padres adinerados, tuvo desde muy pequeña todo cuanto quiso. Su educación fue mediante profesores particulares. Siempre los mejores vestidos, los obsequios más caros, los juguetes más exclusivos. Sus padres jamás se midieron en cuanto a dinero, pero se limitaron mucho en la atención. Los compromisos sociales de sus padres les obligaban a relegar la compañía de su hija a la de niñeras e institutrices. Aun así, ella los amó profundamente.

Tenía ocho años cuando su nana la despertó a media noche en medio de una histeria que reinaba en toda la casa. Sus padres habían fallecido. Asistió al funeral, lloró amargamente por ellos y por sí misma, pero jamás supo verdaderamente la causa de su muerte. A esa pequeña edad supo que el morir era algo posible. Fue cuando su natural timidez se acentuó mucho más.

El tiempo en los meses siguientes fue rápido y confuso. Sus parientes más cercanos, a quienes no conocía, se adueñaron de su fortuna. Su vida fue en descenso. Se terminaron los juegos y los lujos, sus queridos amigos que trabajaban en la casa fueron despedidos y su hogar vendido. Estuvo muy poco con aquellas personas antes de que decidieran que ella era una carga demasiado pesada. Pagaron sus gastos, la enviaron a un orfanato al extranjero y el mundo se olvidó para siempre de ella.

Emily llegó al orfanato enfundado en un abrigo otrora caro y bello pero ahora viejo. Tenía nueve años y tembló terriblemente cuando se vio ante las puertas de ese oscuro lugar. Bajo el brazo llevaba su pequeño diario y, oculta en el bolsillo de su blusa, bajo su abrigo, la pluma de su padre. Lloró profundamente la primera noche, pero la tristeza duró muy poco en ese lugar.

Fue ahí donde encontró un rostro gentil de nuevo y una mano llena de cariño para ella. Una persona se acercó y la abrazó y le brindó su amistad y su cariño. Ella le amaba profundamente, de eso estaba segura. Lo escribió muchas veces en su diario y en su corazón.

Cierta noche descubrió que se había quedado de nuevo sin tinta…

Entró a hurtadillas en el sitio donde siempre la tomaba: un frasco grande sobre una mesa de madera en una habitación adulta, sin embargo, esa noche fue descubierta. Cuando su mano se adelantó para tomar el frasco alguien sujetó su muñeca y la alejó. En su mente, aquél oscuro recuerdo solo fueron caricias desagradables, un susurro que la aterraba u un peso terrible sobre su pequeño cuerpo. Gritó pero nadie llegó. Lloró pero nadie la consoló. Solo sabía que algo ocurrió.

Cuando abrió sus ojos, estaba frente al espejo del baño. Su vestido estaba arrugado, sus mejillas marcadas y su pelo enmarañado. Se lavó la cara hasta que le ardió y pasó la noche llorando. Pero no terminó ahí. Esa persona la buscaba a veces y ella solo podía cerrar sus ojos y llorar. Los recuerdos se fueron haciendo confusos y oscuros. El orfanato se volvió un lugar aterrador del que deseaba escapar, y así lo hizo.

Huyó, abandonó a la persona que amaba y no miró atrás.

Su condena fue una vida solitaria los años siguientes, en los que el olvido fue lo único reconfortante. Los rostros y los nombres se confundían fácilmente y por momentos se alegraba de verdad de aquello. Una noche se descubrió anhelando una mirada, una mano cálida y una sonrisa. Alguien la había amado alguna vez y ella había amado a ese alguien. Lo sabía, y era todo lo que sabía. La necesidad de saber fue haciéndose tan fuerte que finalmente sucumbió ante él.

Tenía diecisiete años cuando volvió a aquél sitio. En su diario solo quedaba una página y el nombre del orfanato tachado con fuerza. Parecía abandonado entonces, cuando se acercó y miró por encima del muro que rodeaba el edificio. Entonces, resonaron unas risas cálidas, y otras terribles…